Pepe, del calabozo al palacio

JOSÉ MUJICA CORDANO / POLÍTICO

No ha dicho nunca si tenía miedo o lo ponían nervioso los combates rápidos y cerrados en los que el plomo quemaba y dolía en las calles del Montevideo de los años 60, que era un campo de batalla y la ciudad más peligrosa de América Latina. José Mujica Cordano tenía 30 años y era parte del núcleo de la dirección del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, la guerrilla urbana que estremeció el poder político tradicional en Uruguay.

Mujica había militado de muy joven en el Partido Nacional y luego en una agrupación política denominada Unión Popular con la aspiración de imponer su visión del mundo por las vías electorales. Pero en los primeros años de la década de los 60, ciertos grupos de la izquierda uruguaya y algunas figuras aisladas comenzaron a realizar acciones conjuntas dentro de lo que sería, a partir de 1965, el Movimiento Tupamaro. Y allí aparecería ese muchacho que, en realidad, estaba loco por cambiarlo todo.

Era montevideano, un poco atropellado y explosivo y, sin embargo, se ganaba la vida con un trabajo duro pero poético, porque cultivaba gladiolos en una chacra de la familia.

El agricultor parecía estar decepcionado con las peroratas de los mítines políticos y los fracasos de sus compañeros de viaje en los comicios. Así es que comenzó a trabajar en un camino más rápido, moderno y adecuado a los tiempos que corrían. Para revolucionar la realidad nacional se necesitaba una organización armada y dinámica a la que llegaban uruguayos de diferentes signos ideológicos, pero con la misma intención.

Al principio, se realizaron pequeños asaltos para recaudar fondos y conseguir armamento. En esa época, Mujica actuaba con discreción y participaba en las acciones, pero podía aparentar todavía que lo más importante de su vida era el aroma de las flores de su jardín.

En la medida que avanzó y creció la actividad de los Tupamaros, el hombre tuvo que pasar a la clandestinidad porque se intensificó la represión del régimen. El movimiento comenzó a realizar operaciones que alcanzaron relieve internacional y, como algunos de sus líderes estaban inspirados en la Revolución Cubana, se movían por la capital uruguaya como por una especie de Sierra Maestra de cemento, adoquines y cristales donde las emboscadas se hacían en las esquinas y las escaramuzas se libraban en los parques. Y, a la vez, en los barrios solitarios y lejanos.

Ellos inventaron la guerrilla urbana. Los mismos métodos de lucha que se aplicaban en las zonas rurales. La búsqueda de puntos vulnerables del enemigo superior, mejor armado y con más recursos. La sorpresa y un trastazo devastador, la habilidad de golpear rápido. Atacar y subir al monte a perderse en la maleza y por los desfiladeros. En Montevideo, atacar, secuestrar a un personaje, tirotear el auto de un funcionario o hacerle un atentado a un alto oficial y bajar a lo hondo de la ciudad, a sus túneles y pasadizos a prepararse para otro ataque.

Los Tupamaros llegaron a tener un dominio total de las ciudades. Sus acciones espectaculares, casi de película, le dieron resonancia dentro y fuera del país. José Mujica y sus compañeros llegaron a tener tanto control en Montevideo que establecieron una llamada Cárcel del Pueblo, donde tuvieron de huéspedes obligados a algunos políticos uruguayos que secuestraron y al atildado y sorprendido embajador inglés en Uruguay, el escritor Geoffrey Jackson.

Los Tupamaros fueron el centro de la escena política en su país durante unos siete años. A principios de los años 70, las Fuerzas Armadas comenzaron a darle la vuelta a la situación. En 1973, el movimiento estaba desarticulado y vencido. Todos sus dirigentes fueron a dar a la cárcel. Mujica había recibido seis balazos en la contienda. Se había escapado cuatro veces de la prisión y, junto a ocho de sus viejos amigos de la guerrilla, estaba en la lista de rehenes del ejército.

Fueron confinados a calabozos solitarios con la amenaza de que si los grupos de acción que seguían en la calle o en el exilio realizaban alguna acción, los jefes serían aniquilados de inmediato.

Mujica salió a flote otra vez en 1985, con el regreso al país de la democracia parlamentaria. No estaba cansado y tenía 50 años. Volvió a los gladiolos y a la política y lo dejó dicho de esta manera: «Me comí 14 años de cana y dos horas después de que salí ya estaba militando».

Desarmado, con cicatrices de bala, con otras cicatrices sin marcas en la piel, y el agobio de más de una década en celdas preparadas especialmente para la tortura y la humillación, el montevideano estaba convencido de que había que olvidarse de la pólvora, de las pistolas y de las bombas.

Al mismo tiempo, se sentía seguro de que podía volver a la lucha política que lo defraudó en su juventud. Los combates verbales son más aburridos, densos y demorados, menos inquietantes y riesgosos; y, de todas formas, constituyen el único camino civilizado para tomar el poder.

Inició entonces un recorrido político en el ámbito de la democracia uruguaya que lo llevó a ocupar los cargos de senador y de ministro, tan odiados en sus tiempos de guerrillero, y después, en octubre de 2009, el de presidente de la República.

En el trayecto hacia la silla de la cocina de su chacra en Rincón del Cerro, en las afueras de la capital, que es desde donde gobierna, se ha ganado el cartel del presidente más pobre del mundo.

Dona la mayoría de su salario para personas desfavorecidas, ha dicho que es una referencia de la izquierda, pero también de la tolerancia. Se descuida y le graban insultos a sus aliados ideológicos. Nunca se ha puesto una corbata. Se mueve en un Volkswagen escarabajo de 1986. Le diseña la ropa un sastre que, seguramente, lo odia desde niño, y en los bares de Montevideo, a donde llega sin escolta a rumiar frente a un vino, los camareros y los borrachos le dicen Pepe y siguen metidos en sus asuntos.

Mañana:

Manuel Álvarez Ortega